Eduardo Marisca | 20 Sep 2017
Las acciones que tomas cuando tienes hambre dicen mucho de tu situación en el mundo.
Si estás leyendo esto, las probabilidades son relativamente altas de que lo primero que haces es mirar en el refrigerador o alrededor de tu cocina buscando comida. Si no encuentras nada — o, incluso, si no encuentras “algo que te provoque” — tienes siempre la opción de salir de casa y caminar unas cuadras a la bodega más cercana, algunas cuadras más a algún tipo de mercado o supermercado. Si ninguna de estas opciones te satisface, puedes pedir alimentos frescos (o maravillas preparadas, como un pollito a la brasa) que sean llevados directamente a ti, sea por teléfono o vía web.
Esta no es la situación de la gran mayoría de personas en el planeta, y aunque es una situación a la que cada vez números más grandes de personas tienen acceso, es una que hemos naturalizado y dado por sentada con muchísima facilidad. Hace tan solo unas décadas, muchas de estas opciones eran inconcebibles; recién desde hace unos pocos siglos es que nos volvimos completamente abstraídos de los sistemas de producción de comida que nos alimentan. Aunque es fácil — y divertido — burlarnos de que una cantidad significativa de personas piense que la leche achocolatada venga de vacas marrones, la triste realidad es que la gran mayoría de nosotros es básicamente ignorante respecto al origen de nuestra comida y la manera en la que llega a nosotros.
El problema de esa ignorancia es que no hay nada intrínseco en nuestro sistemas de producción de alimentos que los haga eternos o invulnerables. Los sistemas actualmente existentes funcionan dentro de un equilibrio precario, generando una suerte de externalidad negativas e impacto medioambientales que durante siglos le han venido pasando la factura a la siguiente generación — con la diferencia de que, en este caso, nosotros somos la siguiente generación. Estos sistemas no solo no logran satisfacer nuestras necesidades alimentarias en el presente (y no necesariamente porque no produzcan suficiente comida: alrededor de un tercio de la producción global de alimentos se pierde o desperdicia cada año), sino que difícilmente escalan lo suficiente para alimentar a una población global que crece rápidamente, se concentra cada vez más en áreas urbanas cada vez más grandes, y se ven cada vez más afectadas por el cambio climático.
El lector acucioso verá ya la dirección de mi argumento: todo ese sistema maravilloso que nos ofrece comida de manera sencilla y conveniente, es frágil e insostenible en su forma actual. Lejos de tomarlo por sentado, tenemos que empezar a buscar oportunidades para transformarlo de tal manera que se vuelva más accesible, escalable, y sostenible. Y muchas ideas muy interesantes pueden encontrarse tanto en nuevas como en viejas tecnologías.
En Holanda, por ejemplo, investigadores y emprendedores están embarcados en una cruzada por crear los sistemas que nos alimentarán por los próximos siglos. Para ello, están documentando y experimentando con formas tradicionales de sembrar y cultivar diferentes tipos de plantas, con sistemas modernos a base de sensores y potenciados por energía alternativa para monitorear al detalle la evolución de cada planta y sus necesidades específicas de humedad y nutrientes.
Esto es lo que algunos han llamado los “dividendos de paz” de la guerra de los smartphones: mientras los fabricantes competían salvajemente por conseguir mejores sustanciales y miniaturizar componentes y sensores, toda esa tecnología termina volviéndose disponible para todo otro tipo de aplicaciones. Los smartphones más recientes tienen cámaras alucinantes — pero esos mismos sensores de imagen utilizados en ésta, en la generación pasada, y en la anterior, están cada vez más disponibles a precios cada vez más bajos.
Por eso es que podemos experimentar a gran escala con esos sistemas, y bajo esquemas y paradigmas diferentes. La granja de hoy no tiene por qué ser igual a la granja de mañana, pero la de mañana sí tiene por qué haber aprendido de la de hoy. Los experimentos no se limitan solamente a la producción: existen hoy iniciativas que toman en consideración factores como el precio de la propiedad, la geografía y los costos de distribución para diseñar esquemas de granjas verticales donde grandes cantidades de comida se producen en invernaderos en las afueras de las ciudades. Estas granjas verticales son monitoreadas continuamente — de nuevo, aprovechando la ubicuidad y el bajo costo de sensores inteligentes — para optimizar la producción, que a su vez puede ser llevada a centros de consumo cercanos mientras todavía está en su mejor momento de frescura. Así como éste, múltiples start-ups están entrando en el espacio del #agtech, o tecnología agrícola, para buscar aplicaciones de nuevas tecnologías como drones, inteligencia artificial, realidad aumentada, o blockchain, a la producción de cultivos.
Este es un espacio donde, en el Perú, podríamos realizar una contribución especialmente interesante. Por un lado, tenemos la biodiversidad a nuestro favor, así como una tradición de miles de años de técnicas y conocimiento de la cual podemos aprender y sobre la cual podemos construir. Por otro lado, somos uno de los países que está recibiendo uno de los impactos más fuertes del cambio climático, y por lo mismo uno de los que está en una posición particularmente necesitada de soluciones creativas. Es un cliché virtualmente inevitable referir aquí a Moray, el supuesto “laboratorio agrícola de los incas” en Cusco, pero al menos nos brinda una metáfora poderosa sobre el tipo de enfoques creativos que podríamos desarrollar para asegurarnos de que podemos alimentar a los siguientes dos, tres, o cuatro mil millones de personas que lleguen a este planeta.