Eduardo Marisca | 18 Jun 2018
“Vamos a empezar con la cata”.
Sobre la mesa de plástico decorada con un mantel de colores hay cinco botellas, cada una de un pisco diferente. Es hora de almuerzo en el valle de Majes, y el calor hace que estemos asediados por moscas. Víctor, nuestro anfitrión, nos sirve una copa con la primera botella, larga, transparente, y sin etiqueta.
Los otros a mi alrededor empiezan a admirar sus copas. La inclinan para un lado, para el otro, luego se la acercan a la nariz y la huelen con intensidad. La miran con detenimiento. En un acto desesperado por no quedar como un ignorante, replico las mismas acciones y movimientos, intercalados con diversas interjecciones de sorpresa y comprensión — “ah”, “mhmm”, “claro”.
“Siento por ahí un aroma a nueces, pero también son interesantes los tonos de frutas”, dice alguien.
A mí me huele a alcohol. Pero lo sigo intentando.
“Hay como un sutil aroma a toronjil, pero también siento por ahí como que se insinúan unos tonos de chocolate”, dice otra persona.
Yo soy un bruto y a mí me sigue oliendo a alcohol.
Como las primeras veces que probé un vaso de alcohol. Me recuerda a la primera vez que probé un Pisco Sour, cuando tenía tan solo 4 o 5 años, y en los almuerzos familiares en casa de mis abuelos probaba un poquito apenas, con la punta del dedo, del vaso de mi papá.
Y en ese momento es que me doy cuenta: estoy viajando en el tiempo.
Estoy en el jardín de la casa de mis abuelos en Miraflores. Tengo cuatro años y estoy probado mi primer Pisco Sour. Es la receta de mi abuela, el sabor es dulce, pero aún suficientemente fuerte como para abrumarme y no me gusta.
Estoy en un terreno baldío lleno de mesas de plástico, en la playa. Tengo quince años y alguien me sirve un vaso del peor ron que muy poco dinero pueda comprar. El olor me aturde y tengo que mitigarlo con un poco de gaseosa para que sea tolerable.
Estoy en un bar hipster en Brooklyn. Tengo treinta años y mi novia acaba de terminar conmigo. Tengo un vaso de bourbon en la mano, y el aroma intenso y familiar me da un poco de seguridad ontológica. Un amigo me acompaña con paciencia mientras yo colapso en un multiverso de emociones complicadas.
Estoy en todos estos lugares y estoy viviendo todos estos momentos. Víctor nos pide que tomemos un poco de agua y nos sirve una copa de la segunda botella.
La historia y antropología del alcohol son un universo fascinante. ¿Por qué es que los humanos escogemos, voluntariamente, intoxicarnos con bebidas que literalmente nos envenenan con cada trago?
No hay una sola respuesta a esa pregunta. Algunos lo hacen simplemente por relajarse un poco. Otros lo utilizan para desinhibirse y dejarse llevar por las circunstancias. En algunos casos lo hacemos para celebrar momentos felices; en otros para lamentarnos por momentos tristes.
Pero también lo hacemos por algo tan simple como experimentar nuevas sensaciones — nuevos sabores, nuevos aromas, nuevas texturas. Diferentes bebidas activan diferentes reacciones en cada persona, reacciones que no suelen darse comúnmente. El alcohol tiene un impacto muy primigenio sobre nuestra psicología: a través del sabor, pero especialmente a través del olfato, procesamos información sensorial de manera mucho más cruda y menos cognitiva que con otros sentidos más “avanzados”. El estímulo sensorial nos afecta de una manera mucho más básica y directa.
Las “bebidas espirituosas” — o más directamente “spirits”, como les dicen en inglés — son así llamadas porque en su proceso de producción se realiza un esfuerzo especial por asegurarse de que los aromas que se producen a través de la fermentación y la destilación no se pierdan. Son estos aromas los que constituyen la esencia o el “espíritu” de la bebida, y que se pierden si el proceso de producción no es cuidadoso.
Son estos mismos aromas a los que reaccionamos cuando probamos una de estas bebidas, a los que reaccionamos de manera muy instintiva. Estos aromas, al activar de manera directa conexiones sinópticas que de otra manera probablemente no se activarían, nos evocan recuerdos en los que nos estamos pensando conscientemente. Traen al presente momentos con los cuales existe apenas una tenue conexión con lo que está pasando — un olor, un color, una textura que nos recuerda algo que hemos vivido.
Normalmente, no prestamos demasiada atención a estas evocaciones — o, muchas veces, le entramos tanto al espirituoso que terminamos por entumecer no solo el olfato, sino la mayoría de nuestros sentidos. Pero de vez en cuando, cuando las condiciones son las correctas, nos vemos obligados a pensar un poco más: ¿Por qué estoy recordando esto? ¿Por qué estoy sintiendo esto?
Creo que hay algo especialmente interesante en eso: en esas circunstancias en las que el espíritu de la bebida entra en resonancia con el espíritu del bebedor.
El ritual de la cata es algo que apenas he descubierto recientemente; es también algo que todavía me confunde bastante. Creo que no sé hacerlo bien, pero al mismo tiempo creo que estoy poco interesado en aprender la manera “correcta”.
Los participantes de la cata se reúnen para apreciar un espirituoso. El nombre, “cata”, viene del latín captare, que significa buscar. El objetivo es capturar la esencia del espirituoso, o lo que es lo mismo, aprender a discernir y apreciar los diferentes aromar y propiedades que participan de esa bebida en particular. Sin importar lo industrializado que pueda ser la producción de un espirituoso, cada lote, cada botella y cada copa tendrán siempre una singularidad: por ejemplo, puede que el clima de un valle pisquero en un cierto año haya resultado en una cosecha de uva con una diferente concentración de azúcares que terminaron en un pisco sutilmente diferente al de todos los años, o tantas otras particularidades que pueden surgir a lo largo de todo el proceso.
La cata busca descifrar esas particularidades y entender cómo afectan el producto final y su experiencia. Esta es también conocida como la “cata analítica”, a través de la cual se entiende el espirituoso y su historia, las decisiones que lo formaron, las condiciones en las cuales se produjo, y demás. La cata analítica hace visible la historia de una compleja transformación de la naturaleza y reconoce el trabajo y la artesanía que la hicieron posible.
Por eso, la cata tiene que preocuparse por crear las condiciones correctas para ese tipo de análisis y discernimiento. Hay que controlar elementos como la luz o la temperatura, y especialmente el entorno aromático. El objetivo es crear un entorno lo suficientemente neutro como para poder concentrar todos los sentidos en la bebida; los estímulos exteriores pueden distorsionar esa experiencia auténtica de la bebida, y aunque en algunos casos podemos imaginar que podrían mejorarla, también es fácil entender que podrían empeorarla.
La cata es, por lo mismo, una suerte de mundo-dentro-de-este-mundo, o lo que podríamos llamar un “círculo mágico”. El filósofo holandés Johan Huizinga describía de esta manera la experiencia que tenemos cuando estamos jugando: cuando estamos inmersos en la experiencia del juego, aceptamos temporalmente un conjunto de reglas arbitrarias y nos encontramos inmersos en una realidad diferente, de la cual salimos cuando termina el momento del juego. Podríamos decir que lo mismo ocurre con la cata: salimos temporalmente del curso normal de los acontecimientos para detenernos a contemplar una bebida, la manera como se produjo, y las sensaciones que nos genera.
A medida que entiendo más sobre este ritual, empiezo a pensar también que hay una forma diferente de la cata — una más cercana a una etimología diferente (e intencionalmente apócrifa) que la conecta con la palabra griega katharmoi, una palabra que puede traducirse tanto como “libación” como “purificación” (y que tiene a su vez una conexión con la palabra katharsis, la purificación de las emociones a través del arte). En esta otra interpretación de la cata, catamos no para entender mejor los elementos que participan de la bebida, sino los que participan del bebedor. De la misma manera que con la cata analítica, queremos discernir y separar estos elementos para llegar a sus formas más “puras”. Pero a diferencia de la cata analítica, los espirituosos nos sirven como el vehículo para evocar, a través de las sensaciones, esos recuerdos a los que normalmente no tenemos acceso porque nuestras redes neuronales se han ido forjando por otro camino. A través de los aromas, los sabores, y las texturas, podemos activar esas sinapsis y volver a momentos y sensaciones del pasado.
A la cata analítica se le suele contraponer la “cata hedonista”, aquella donde el objetivo es simplemente disfrutar de la bebida (y a la cual no le tengo ninguna objeción conceptual ni empírica), pero creo que esto es algo diferente — algo más parecido a una “cata terapéutica”. Así como la destilación es el proceso a través del cual los espirituosos son refinados y diferentes aromas se liberan y seleccionan, la cata puede ser el momento para la destilación de las emociones.
La palabra griega para la felicidad es eudaimonía — el buen estado del dáimon, o del espíritu, si lo traducimos con cierta libertad. Para Aristóteles, la felicidad no es un estado, sino un proceso: uno no puede estar feliz, porque eso haría de la felicidad algo efímero y pasajero, sino que uno es continuamente feliz.
El cuidado del dáimon es, como todos bien sabemos, un arte complicado, sin atajos, y con hartas idas y venidas. Las personas sufrimos tremendamente para algo tan simple como poder entender y articular nuestro propio deseo y nuestras propias emociones, al punto que es una dificultad que marca nuestra vida desde el inicio — cuando lo único que sabemos hacer es llorar y gritar para expresar nuestro deseo — hasta la vejez. Entender nuestras propias emociones se hace más fácil, pero nunca se hace realmente fácil. E incluso cuando las entendemos, actuar en función a ese entendimiento es más complicado aún.
Es allí, justamente, donde la therapeia — la palabra griega para sanación — cobra sentido, y donde los espirituosos pueden ayudar al tratamiento del espíritu. Estos brebajes alquímicos tienen la paradójica naturaleza de hacernos bien y hacernos mal al mismo tiempo — de allí que los griegos llamaran phármakon tanto a aquellas sustancias que curaban como a aquellas que intoxicaban.
Entonces, ¿por qué bebemos estos phármakon, sabiendo que nos hacen esto? ¿Por qué catamos los espíritus que atrapamos en botellas por meses, años, hasta décadas?
A veces lo hacemos por conocimiento, porque en esos espíritus está el trabajo de cientos de personas, el cuidado por el cultivo de una planta y la maestría de un proceso de alquimia que la transforma en algo nuevo, pero familiar al mismo tiempo.
A veces lo hacemos simplemente por diversión.
Pero a veces lo hacemos como una forma de terapia. Como una forma de activar nuestro cerebro de maneras curiosas, interesantes, divertidas, desafiantes. Para viajar en el tiempo y recordarnos en momentos distantes, y recordar cómo nos sentimos y cómo los vivimos.
En México existe una palabra nativa, calihuey, que designa la casa ceremonial donde una comunidad se reune para el consumo de los phármakon — por ejemplo, para el ritual del peyote, o del mezcal. La comunidad se reunía para, a través del espíritu de la planta, poder conectar con su propio espíritu. Hoy, el mismo nombre es utilizado para referirse a los pequeños vasos en los que se sirve el mezcal o el tequila.
La cata como terapia tiene un efecto parecido. Un momento ritual en el que el espíritu de la bebida nos permite conectar con el pasado y con nuestras propias emociones, un acto de purificación en el mismo sentido de la katharsis. Un acto de purificación, de exteriorizar nuestro mundo más interno a través de la destilación de las emociones.