Eduardo Marisca | 03 Jan 2018
Los últimos días han sido políticamente difíciles.
Primero fue la salvada milagrosa de PPK a su proceso de vacancia express por incapacidad moral, un chiripazo de último minuto que inesperadamente lo salvó de lo que claramente era un intento de golpe de Estado por parte del Congreso. Pero ahí mismito, cuando sentíamos que por fin su gobierno recobraba el sentido de propósito y dirección, PPK nos arruinó la Navidad con el anuncio del indulto supuestamente humanitario a Alberto Fujimori, que ha resultado en la extensiva condena internacional y en la protesta masiva de decenas de miles de personas en todo el país. De esta manera PPK traicionó al antifujimorismo, la fuerza política que lo eligió presidente apenas año y medio antes.
En medio de todo esto, uno de los estribillos más repetidos, sobre todo desde el fujimorismo (que hoy, para efectos prácticos, incluye también al gobierno), es que hay que “dejar ir el odio” y apuntar finalmente hacia la “reconciliación”, de la mano con la idea de que desde el “anti” no se puede construir nada. “Dejémonos de odios y empecemos a construir juntos el futuro del Perú”, dicen.
Pero la relación entre fujimorismo y antifujimorismo es mucho más compleja que eso. Reducirla a odios personales o personalísimos es una caricatura de lo que es, en el fondo, una división política importante y estructural. Fujimorismo y antifujimorismo entienden el mundo, y especialmente el mundo público, de maneras fundamentalmente diferentes. Aunque ambos pueden hablar de “reconciliación”, se refieren en cada caso a procesos muy distintos.
¿Qué es aquello que diferencia ambos campos? No es ni una división basada en odios o preferencias personales hacia los miembros de la familia Fujimori, como tampoco es una simple oposición entre izquierdas y derechas. Los Fujimori son apenas la encarnación coyuntural de una brecha mucho más estructural.
He intentado reconstruir el antifujimorismo alrededor de los que son, en mi humilde opinión, cuatro principios fundamentales que casi cualquier antifujimorista suscribiría, que están ligados a las condiciones de posibilidad mismas de nuestra vida política y que son la razón por la que pienso que el antifujimorismo es, esencialmente, republicanismo.
El antifujimorismo cree en el estado de derecho y la igualdad ante la ley. Ningún grupo o individuo puede existir por encima o por fuera de la ley, al margen de la plata que pueda tener, su condición social, su origen, su color de piel, su género, su familia, o cualquier otra característica. Por eso celebra la sentencia a Fujimori como un hito histórico: incluso un ex-presidente, al ser encontrado culpable de un crimen, puede ser juzgado, sentenciado y encarcelado. La igualdad ante la ley es el principio que nos protege a todos de la irrupción de la arbitrariedad, de que nadie será favorecido ni perjudicado injustamente por ser amigo o enemigo del gobierno de turno.
El antifujimorismo cree en la necesidad de tener instituciones sólidas que representen y defiendan ese estado de derecho. Son esas instituciones las que establecen reglas claras de juego para el ejercicio del poder, y establecen los límites a lo que los gobernantes y representantes pueden hacer. Por eso defiende la importancia del debido proceso cuando se invoca una vacancia presidencial, pero también cuando un presidente abusa de su prerrogativa de indulto. Ningún individuo está por encima de la ley, y es la solidez de nuestras instituciones la que nos permite mantener a los individuos poderosos dentro de sus atribuciones y límites.
El antifujimorismo cree en la centralidad de la lucha contra la corrupción, porque la corrupción carcome las instituciones desde adentro y compromete al estado de derecho. La corrupción abre la puerta a la arbitrariedad: da al corruptor un beneficio injusto sobre los demás, y socava la legitimidad de la institución corrompida. La corrupción, más que un problema moral, es un problema político: no es el resultado de los actos de individuos inmorales, sino el síntoma de un sistema que está enfermo en sus estructuras.
El antifujimorismo cree en la historia y en la memoria como punto de partida para la construcción del futuro. Por eso, entiende la reconciliación como la curación de una serie de heridas del pasado, que implican necesariamente que individuos que estuvieron por encima o por fuera de la ley sean alcanzados por ella y afectados por el estado de derecho y las instituciones democráticas. No es un afán de venganza, sino reconocer que allí donde existieron violaciones a nuestro contrato social, debemos entender por qué sucedieron y sancionar a los responsables como paso necesario para que no vuelvan a ocurrir. La reconciliación es entender nuestro pasado y sanar heridas para poder volvernos mejores como sociedad. Es identificar a los responsables, darles la oportunidad para defender sus acciones, y condenar crímenes allí donde estos hayan existido.
Es por todo esto que creo que el antifujimorismo es mucho más que una forma de odio hacia la familia Fujimori y su séquito. El antifujimorismo es republicanismo. Es el reclamo de una enorme cantidad de gente por que se fortalezcan los cimientos de nuestra vida política, que los ciudadanos sean tratados como ciudadanos con igualdad ante la ley y que las instituciones ofrezcan y cumplan reglas de juego claras, en lugar de tomar decisiones y comportarse de manera arbitraria e impredecible, favoreciendo a amigos o benefactores como ocurría en el Virreinato.
Lo que el antifujimorismo reclama es que el Perú esté a la altura de su propia promesa republicana.
Pero eso no quiere decir que el fujimorismo represente una simple oposición a los principios del antifujimorismo — eso sería una interpretación maniquea y demasiado simple de la realidad. Tampoco creo, paradójicamente, que el fujimorismo sea únicamente el culto al líder en la figura del padre o alguno de sus hijos. Creo que el principio fundamental que articula al fujimorismo es la necesidad por el orden y la seguridad.
Según la visión del mundo del fujimorismo, el conflicto armado interno y la violencia política fueron resultado no de problemas sociales estructurales, sino de un grupo de “ovejas descarriadas” que tenían que ser puestas a derecho a como diera lugar. Las violaciones a los derechos humanos y el desmantelamiento de las instituciones democráticas eran el precio que se tuvo que pagar para recuperar el orden y la seguridad que representan la condición fundamental para la vida en sociedad. Y por lo mismo, la reconciliación implica, en esta visión del mundo, pasar la página una vez que el orden ha sido restablecido, y celebrar a aquellos que por la razón o por la fuerza lograron controlar el exabrupto y restaurar la calma. Keep calm and carry on.
De esto se sigue, también, la actitud muy diferente hacia la protesta social que tienen ambos campos. Para el antifujimorismo, la protesta social es necesaria: el pueblo tiene y debe tener el derecho para expresar en las calles su descontento, y las instituciones lo amparan para alzarse contra el abuso de poder de parte del gobierno. Para el fujimorismo, la protesta social es el quebrantamiento del orden y la amenaza del exabrupto, y por ello debe ser rápidamente reprimida como insurrección o sedición. De allí también que la narrativa fujimorista sobre la protesta social se enfoque siempre en el daño colateral: las pintas, el bloqueo de calles, las víctimas del quebrantamiento del orden.
Para el fujimorismo, el orden y la seguridad son condición de posibilidad para el contrato social, y el contrato social es la base para que los individuos lleven a cabo sus negocios y sus asuntos de manera privada.
Para el antifujimorismo, el contrato social es un acuerdo colectivo sobre cómo queremos llevar a cabo nuestros asuntos públicos, y por eso es condición de posibilidad para el orden y la seguridad. Por eso, el antifujimorismo es republicanismo.
P.D., 22/5/2021. Escribí este texto originalmente hace más de tres años y lo reencontré por casualidad en estos días — y creo que sigue reflejando perfectamente bien lo que pienso y lo que siento. Hace poco alguien me dijo: “eres la única persona que conozco que está tan obsesionada con la palabra “República””. La culpa para mí la tiene Alberto Vergara y su idea de que somos ciudadanos sin República, y de que hay una promesa incumplida en el aire desde 1821. A menos de un par de meses del Bicentenario de nuestra independencia, el sueño y la promesa de la República se sienten más lejanos que nunca.
Comparto este texto de nuevo porque tristemente sigue siendo relevante, quizás incluso más que antes en la coyuntura en la que estamos en este momento. Porque en medio de la polarización y la toxicidad creo que hay que seguir haciendo el esfuerzo por encontrar ese suelo común a partir del cual construimos un nuevo mito fundacional, una nueva narrativa para esto de la República — a pesar de que buena parte del tiempo más bien dan ganas de rendirse.
Pero la democracia es un montón de chamba. Lejos de ser la ausencia del conflicto, es un conjunto de mecanismos que nos permite canalizar todo ese conflicto y esa discrepancia de manera constructiva, y de manera pacífica. No siempre logramos que sea ni constructiva ni pacífica, pero al menos nos aferramos a esa intención, así como nos aferramos a esa vieja promesa incumplida de 1821 y casi dos siglos después seguimos tratando de entender qué significa esto de vivir juntos y juntas en un mismo espacio tratando de ponernos de acuerdo sobre cómo se debería ver el futuro.
Esa es, creo, la vieja promesa de la República.