Eduardo Marisca | 10 Apr 2022
Pandora
En Los trabajos y los días, el poeta griego Hesíodo cuenta la historia de Pandora. Zeus, padre de todos los dioses, se encontraba indignado porque Prometeo, el primer hombre, había cometido la osadía de robarse el fuego y regalárselo a sus hermanos. En represalia, Zeus ordena a Hefesto que esculpa a una hermosa mujer, Pandora, y la entrega como regalo a Epimeteo, el hermano de Prometeo.
Lo que ocurre a continuación es ampliamente conocido: Pandora destapa sin querer una urna en la que estaban encerrados todos los males y las maldiciones que hasta ese momento los hombres desconocían, y solo alcanza a cerrar la urna cuando quedaba nada más que una que no había logrado escapar: la esperanza. Dando lugar así a una cantidad incontable de carteles motivacionales y seminarios de autoayuda que contienen o celebran, de una manera u otra, esta idea de que “la esperanza es lo último que se pierde”.
La historia se suele contar en un tono optimista, como si el habernos quedado con la esperanza en nuestras manos fuera un desenlace positivo. Pero el mito amerita un análisis más profundo: ¿por qué estaría la esperanza incluida entre una colección de males y maldiciones con los que los dioses querían condenar a la humanidad, si no era ella también un mal? Y si se trataba de un mal, ¿qué debemos inferir del hecho de que la esperanza permaneció en las manos de los hombres? Si aceptamos que la esperanza es lo último que se pierde, ¿eso es algo bueno, o algo malo?
La palabra esperanza está cargada positivamente: se trata de la expectativa de que algo bueno pasará. Pero la palabra griega en el poema original, Elpis es un poco más neutral: se traduce comúnmente apenas como “expectativa”. La expectativa de que mañana saldrá el sol, de que la variante omicron saturará los sistemas de salud, de que el 2022 será mejor o de que el cambio climático acabará con todos nosotros. Elpis aplica perfectamente a cualquiera de estos escenarios: no es la expectativa de que algo bueno pasará, sino solamente de que algo pasará, como cuando una pieza de música de John Williams te hace entender que un tiburón en el agua estás más o menos a punto de comerse a alguien.
Quizás el mito de Pandora no era, como normalmente escogemos creer, una suerte de consuelo, de que ante todos los males que recorren el mundo tenemos siempre de nuestro lado a la esperanza para hacerles frente. Quizás se trate justamente de todo lo contrario: la esperanza es ella misma un mal, y al quedar atrapada en las manos de los hombres, es además el único mal certero. Mientras que los otros males y maldiciones deambulan por ahí y puede que nos los crucemos como puede que no, la esperanza es la única maldición que queda firmemente en nuestras manos.
Quizás pensar que “la esperanza es lo último que se pierde” sea, en realidad, la más grande de las maldiciones.
Progreso
Durante la mayor parte de nuestra historia, la idea de que el futuro sería mejor que el presente era más bien una excepción. En la Europa medieval, por ejemplo, no era raro encontrar la creencia de que las mejores épocas estaban en el pasado. De que el Imperio Romano había representado alguna forma de cumbre de la civilización, y que todo lo que había venido después eran simplemente ecos de esa gloria perdida.
No es difícil tampoco imaginar por qué: allí donde en el pasado había existido una entidad política que había aportado unidad y coherencia, incluso hasta un sentido de propósito a la vida cotidiana, ahora existían solamente feudos inconexos y lealtades locales sin mayor sentido de trascendencia, pertenencia, o crecimiento. La promesa del Imperio estaba enterrada bajo las cenizas de una Roma devastada. En este nuevo orden mundial, cada uno bailaba con su propio pañuelo como mejor podía.
La Muerte Negra no puede haber mejorado mucho esa situación: durante décadas, la única realidad más o menos cotidiana para la mayoría de europeos era la de la muerte. Rodeados de tal nivel de devastación y sin ningún tipo de auxilio divino o terrenal, lo único más o menos razonable a lo que entregarse era la desesperanza.
La idea del progreso, de que el futuro puede ser y muy probablemente será mejor que el presente, es una idea eminentemente moderna, una consecuencia del Renacimiento y del Humanismo. Esta confianza ciega en la idea de que participamos de un progreso que fluye casi inexorablemente hacia adelante adquiere con el tiempo dos formas filosóficas altamente sofisticadas. La primera de ellas se encuentra en la filosofía dialéctica de Hegel, que veía que la historia no era otra cosa sino el registro del progreso de la Razón a través del tiempo. Historia y progreso iban de la mano con el triunfo de la razón: la consagración de la hegemonía de los humanos racionales por encima de la naturaleza (y luego, inevitablemente, por encima de los humanos considerados como menos-racionales). En un plot twist no del todo inesperable, Hegel consideraba que el clímax de este tránsito de la Razón a través del mundo era nada más, y nada menos, y nada más que Napoleón Bonaparte — de quien famosamente sentenció, “ahí va la Razón a caballo”. Esta interpretación dialéctica del progreso en la historia es la misma que luego se encontraría en el corazón del marxismo, que más bien buscó anclar ese progreso en la base materialista de la lucha de clases: en otras palabras, para Marx el progreso podría medirse de la misma manera, pero prestando atención a cómo a través del tiempo la organización de la producción tendía a ser cada vez más igualitaria.
La segunda de ellas puede encontrarse en el positivismo científico — que, a pesar de lo que muchas personas piensan, no tiene nada que ver con ninguna forma de optimismo o de que “sí se puede”. El positivismo científico del siglo XIX pensaba que la ciencia nos estaba ofreciendo una comprensión cada vez más perfecta del universo, basada en hechos medibles y no en conjeturas o especulaciones. Esta comprensión, a su vez, permitía formular predicciones con un grado cada vez más alto de confiabilidad. Para los positivistas entonces resultaba natural pensar que esta comprensión del mundo cada vez más perfecta fluía en una sola dirección: que ella representaba en sí misma una forma de progreso, y que ese progreso solo podía traducirse en mejores comprensiones y mejores predicciones. Quizás el mejor resumen de ese espíritu pueda encontrarse en una especulación de Pierre-Simon Laplace, que imaginaba la posibilidad de un intelecto capaz de conocer todos los estadios previos del mundo, y a partir de ese conocimiento poder inferir todos los estadios posteriores — un intelecto para el que no existiría incertidumbre alguna.
Algún día, pensaban, podremos explicarlo todo. No habrá más que armonía, será clara la aurora y alegre el manantial.
Y entonces llegó el siglo XX.
Promesa
Incluso en el mundo de hoy uno puede encontrar personas que aún participan de este espíritu. Que ven el mundo a su alrededor y encuentran razones para mantenerse optimistas. Y ni siquiera me refiero a los gurús new age ni a los instructores de spinning: me refiero a personas que se dan el trabajo de observar la data y llegar a la conclusión de que el presente es, en efecto, mejor que el pasado.
Una de los voces más fuertes en este campo es la del psicólogo cognitivo Steven Pinker, quien defiende sobre todo la idea de que al observar la data es posible constatar un declive sostenido en el uso de la violencia a través de la historia, que atribuye entre otras cosas a la formación de los Estados-nación, el crecimiento del comercio global, y la expansión de la idea de un cierto cosmopolitanismo. En otras palabras, Pinker considera que a través de la historia los incentivos para ejercer la violencia han disminuido, mientras que las motivaciones para no hacerlo han ido aumentando sostenidamente — y que estas transformaciones han resultado en niveles cada vez más bajos del ejercicio de la violencia.
Otra perspectiva optimista es la del estadístico y médico Hans Rossling, quien también defendía la idea de que cuando uno prestaba atención de manera detallada a la data podía constatar de que el mundo, en muchos sentidos, estaba mejorando. Rossling atribuía la percepción de que el mundo pudiera estar empeorando a la desinformación, y a una tendencia catastrofista de los medios de comunicación por contar malas noticias y desinformar en lugar de mostrar los datos de cómo el mundo estaba cambiando. Rossling (que falleció en el 2017) se resistía a ser categorizado como un optimista, argumentando más bien que su posición era simplemente abogar por que las personas miraran la data, y no solamente el intercambio de percepciones y opiniones.
Hay varios elementos comunes a ambos, y a otras perspectivas similares. El primero es este recurso plenamente comprensible a mirar la data — algo que es, por supuesto, completamente razonable. Pero también es cierto que la data nunca pinta la figura completa: la data siempre es recogida por personas con sus propios sesgos, analizada bajo diferentes supuestos, y en general siempre hay que recordar que la data no es la realidad en el mismo sentido que el mapa no es el territorio. Pero sobre todo: la data no nos dice nada determinante sobre el futuro. Es cierto que nos puede ayudar a hacer proyecciones y ciertas predicciones, pero hasta ahí más o menos llega la cosa. No existe data sobre los acontecimientos impredecibles que podrían cambiarlo todo de manera inesperada, y si hay algo que se manifiesta de manera impredecible y totalmente inesperada eso suele ser la conducta humana.
Ambos coinciden también en esta idea de que, debajo de todas las capas de pesimismo, podemos afirmar que hay cosas que están mejorando. De que hay algún tipo de progreso. ¡Qué maravilloso! Pero, ¿qué significa eso? O más aún: ¿es esto lo mejor que podemos hacer? ¿Esto es el cumplimiento de esa promesa moderna, racional, de que el mundo puede ser mejor? A casi dos años de haber estallado una pandemia, cuando estamos contemplándonos prácticamente en el punto de no retorno de la crisis climática, cuando estamos descubriendo a nuestro alrededor un abanico de formas nuevas de desigualdad, colapso democrático y extremismo político, ¿se supone que este es el progreso hacia el que estábamos apuntando?
Cuestionar la idea de progreso no es lo mismo que afirmar que no hay cosas buenas. Las vacunas contra el COVID-19 son todas algo bueno. El decrecimiento global en la tasa de mortalidad infantil es algo bueno. El concierto Tiny Desk de C Tangana es algo bueno. Decir que quizás el mundo que estamos construyendo no sea el mejor de los mundos posibles no quiere decir que en ese mundo no pasen cosas buenas, como efectivamente pasan todo el tiempo.
Solo quiere decir que tenemos que mirar a nuestro alrededor, mirar todo lo que está pasando, y preguntarnos con la mano al pecho si esto es lo mejor que podríamos estar haciendo. Puede que sí, que uno vea la data y las tendencias hablen de un mundo que mejora consistentemente. Puede que eso sea verdadero en papel. Pero también puede ser que nuestra experiencia subjetiva del mundo no refleje ese progreso, puede ser que alrededor del mundo el promedio de bienestar que vemos en el papel no se vea reflejado en una realidad a la que todos podemos tener acceso por igual.
Sí, es posible que alguien en algún lugar esté disfrutando de todo este progreso, que esté realmente cosechando los beneficios de todo lo que la razón y la historia nos han brindado durante los últimos siglos y sientan, en su vida cotidiana, que todo está bien, que todo está consistente e inobjetablemente mejor. O como lo puso mejor Franz Kafka: “hay esperanza, pero no es para nosotros”.
Pandemia
Escribi este ensayo mientras esperaba el resultado de una prueba PCR para detectar la presencia del COVID-19. Una prueba PCR más, en un año en el que mis fosas nasales y la parte de atrás de mi garganta han sido flageladas repetida y consistentemente, y como cada vez que lo han sido me encontré a mí mismo esperando ansiosamente la llegada de un archivo PDF que determinaría mi destino. Una vez más, el eterno retorno de lo mismo.
Dos años después este ciclo parece no acabarse — y cuando parece acabarse, parece empezar todo de nuevo. Una nueva variante, una nueva letra del alfabeto griego, una nueva ola de contagios, un nuevo pico de ansiedad, y así se pasan los trabajos y los días. No puedo evitar preguntarme si así se sentían las personas durante la Muerte Negra, o durante la Gran Guerra. Como dicen los memes, ya estuvo bueno esto de estar viviendo un acontecimiento histórico. Paren el mundo que me quiero bajar. Porfis.
Cuando acabó el 2020, cerramos el año con la esperanza de que el año siguiente sería mejor. Y en algunos sentidos lo fue. Y en otros sentidos, bueno, seguimos aquí y el mundo se sigue cayendo a pedazos, y cerramos un nuevo año y de nuevo nos aferramos a esa esperanza humilde, a esa promesa de que bueno, ahora quizás sí, quizás el próximo año sí sea mejor.
Y quizás el problema realmente no sea el año, ni el omicron, quizás el problema sea la esperanza misma. Ese reflejo que tenemos de aferrarnos a la idea de que todo volverá a estar bien. Que si aguantamos un poquito más, estaremos bien.
¿Pero qué garantía tenemos realmente de que estaremos bien?
El problema de la esperanza es que más que aferrarnos al futuro, nos aferramos al pasado. Nos amarra a la nostalgia. La esperanza por que todo pase no nos deja seguir hacia adelante, no nos deja despedirnos de un mundo que se incendia por todos lados. Nos tiene a la expectativa de que algo pase, a la expectativa de que aparezca algo o alguien para salvarnos.
Cuando dejamos de aferrarnos al pasado, cuando dejamos de aferrarnos a la esperanza, es que nos abrimos realmente a la posibilidad de nuevos futuros. Futuros sobre los que no puede existir forzosamente ninguna garantía. Que no podemos predecir si serán mejores o peores, que si tenemos mucha suerte podremos al menos aprender de los errores del pasado — para no repetirlos, o para repetirlos en plena consciencia de las consecuencias de nuestros actos. Julio Cortázar escribía en algún lugar de Rayuela que “nada está perdido si se tiene por fin el valor de proclamar que todo está perdido y que hay que empezar de nuevo”. La posibilidad de crear un mundo nuevo pasa por la voluntad y la valentía de dejar ir el mundo viejo.
Perder la esperanza de que el mundo en el que vivimos, tal y como existe, encierra las condiciones para resolver sus mayores problemas, es finalmente una invitación a la imaginación y a la creatividad.
Este es el momento dramático en el que revelo que todo este tiempo he mentido. Porque invitar a la imaginación y la creatividad es inevitablemente una forma de esperanza. Porque no se puede escapar: la esperanza es el único mal sobre el que tenemos plena certidumbre, el único que quedó firmemente en las manos de Pandora. La esperanza es la única maldición inescapable.
Les he mentido porque finalmente creo que es imposible renunciar a la esperanza — ese es el punto de la historia de Pandora. Pero al menos quizás podemos escoger qué forma le damos a esa esperanza para no vernos atrapados por la nostalgia. Para no limitar las posibilidades del futuro porque estamos anclados por la esperanza de volver a un mundo familiar, a un mundo conocido, incluso cuando sabemos que ese mundo arde en llamas de múltiples colores. Tampoco es eso la confianza en el progreso inexorable de la historia: un mundo mejor no va a manifestarse porque sí, porque es lo que toca.
Si a algo tendríamos que aferrarnos hacia el final del segundo año de la peste, es al simple hecho de estar aquí. No ser prisioneros de una esperanza ingenua basada en la nostalgia, ni una fe ciega en que el progreso nos salvará. Sino apenas dedicarnos a valorar el hecho tan fundamental de simplemente estar. De explorar en toda la profundidad que podamos la experiencia de ser humanos confundidos y asustados en tiempos que han dejado de tener mucho sentido.
Mientras escribía este texto, me llegó la noticia de la muerte de la escritora Joan Didion, y empecé a ver una misma cita suya repetida en diferentes canales:
No te estoy pidiendo que hagas el mundo mejor, porque no pienso que el progreso sea necesariamente parte del paquete. Solo te estoy pidiendo que vivas en él. No solo que lo resistas, no solo que lo sufras, no solo que pases a través suyo, sino que vivas en el mundo. Que lo observes, que intentes capturar la figura. Que vivas irresponsablemente. Que tomes riesgos. Que hagas tu propio trabajo y te sientas orgulloso de él. Que te apropies del momento.
El PDF con el resultado de mi PCR llegó eventualmente. El sol volvió a salir por la mañana. El mundo siguió ardiendo en llamas. Y día tras día trato de dejar ir la esperanza en el progreso, dejar de aferrarme a la nostalgia para poder realmente empezar de nuevo. Día tras día trato de vivir en el mundo.
A pesar de que no siempre me sale.